Cuentos archivos - Page 2 of 2

¿Qué opciones tiene un bloguero de viajes sin presupuesto y pocas ganas de líos? Y es que someterse a cuarentenas y tres PCRes para pasar dos semanas en la playa, llevando mascarilla, no merece la pena. Si algo he aprendido en mis viajes es que el paraíso no es un lugar sino un sentimiento. Y por eso este año nos vamos a Torrevieja en el Bilman bus. Un autobús lleno de jubilados radiantes de ilusión donde Manolo escobar y el Fary convierten un viaje de once horas en una fiesta de la pandereta. O por lo menos eso cuentan mis tíos que van todos los años. Que poco sabia yo que por primera vez en mi vida iba a sufrir un ataque xenófobo en mi propio país. Al montarnos en el autobús nos encontramos un grupo de jubilados enzarzados en una discusión. Uno de ellos protestaba porque el viejillo de delante había reclinado el asiento y le hacía daño en las rodillas. Su causa parecía justa. El problema es que al otro le dolía la espalda y tenía que reclinarlo. Después de varios lamentos y juramentos se barajaron en sus asientos y pudimos avanzar por el pasillo. Los nuestros son el 35 y el 36. Hay una pareja sentada delante nuestro. El hombre debe ser bizco porque ladea la cabeza con descaro para observarme con el ojo derecho. Su ojo abultado me recuerda el de un camaleón, y siento que me enfoca como una lente fotográfica. Le saludo con un gesto y él con voz áspera emite un gemido. Viajamos en medio de un silencio absoluto. Una paz conventual que nadie se atreve a disturbar. Y es que digan lo que digan, la mascarilla es como un muro férreo que ahoga las conversaciones. Me vienen a la cabeza los autobuses de Ecuador donde cada cinco kilómetros se monta alguien para repartir clinex, estampillas o papas de plátano frito. Quedan diez horas de viaje y ya estoy aburrido. Podría escuchar música, pero no quiero quedarme sin batería. Cierro los ojos e intento descansar. Un olor punzante alerta mis sentidos. Mi olfato se va orientando hacia los asientos de atrás. — Can you smell that? —le digo a mi mujer con la que siempre hablo en inglés. Husmeo y husmeo, pero sigo sin creérmelo. Alguien tiene que estar fumando. Ahí está. Volutas de humo se disuelven sobre la cabeza de un señor con cara de culpable. Todo el mundo está ya girado y el ayudante del conductor atraviesa el autobús con cuatro zancadas. —¿No sabe que no se puede fumar? —Lo siento no lo he podido evitar — responde él, consciente de que todo el mundo le observa. —Por favor, no lo vuelva a hacer. El tipo del ojo camaleónico lo observa todo sin perderse un detalle. Asiente con pasión para demostrar su admirable tolerancia. Su único ojo está abultado, y brilla con excitación, y por su supuesto no puede evitar ilustrarnos con su opinión. — Habría que hacer más paradas. Estar tanto tiempo sin fumar es una mierda. — sentencia con un bramido ronco. El ayudante del conductor hace un gesto de aprobación y vuelve hacia su asiento. Se vuelve a detener. Esta vez junto a un anciano al que solo veo la calva. ¿Señor, qué coño hace con la máscara bajada? No me joda. — Hace mucho calor y me cuesta respirar. Me estoy mareando. Es solo un momento— le oigo decir. — ¿No sabe que estamos en medio de una pandemia? Cómo se vuelva a bajar la mascarilla se apea en la primera gasolinera.— gesticula con rapidez y da dos palmadas furiosas en uno de los asientos. El "ojoloco" se levanta de su asiento enardecido por la situación. —Suéltame Paquita que le voy a dar dos hostias. Será sinvergüenza. Llevamos casi dos años encerrados en casa por inconscientes como él. Menos mal que la vacuna nos protege. El ayudante del conductor le pide que se siente. —Bla, bla, bla, bla, bla, bla. — Poco a poco su estela de ladridos cacofónicos se va disipando con el ruido del motor. El sistema multimedia del autobús no funciona. Si quiero escuchar “mi carro me lo robaron” lo tendré que poner en Spotify. Ni de casualidad me aisló con los cascos. No hay nada más interesante para un escritor que tener delante a un tipo curioso sobre el que escribir. Con lo que ha sucedido ya tengo media historia para escribir. Por desgracia en la siguiente parada yo iba a ser el protagonista. Sí, me dio la historia completa, pero también un mal sabor de boca. La mayoría de las personas que se montaron en Logroño eran inmigrantes. La policía nacional estaba en la puerta del autobús pidiendo documentación y registrando bolsas, pero solo a los inmigrantes. Al final la tomaron con un chico colombiano vestido con chándal blanco y gorra de Adidas, y lo pusieron contra la pared para registrarlo. Por supuesto todo el mundo estaba mirando por la ventana, y el ojo iguana comentaba que a él le habían detenido muchas veces. En un pis pas se cagó en la policía nacional, la benemérita y los caballeros del zodiaco. No encontraron nada, pero tuvimos que esperar 20 minutos hasta que acabaron de verificar al chaval. —Was this necessary? — pregunté a mi mujer. Yo no sé qué entendió mi “futuro personaje literario” pero se giró hacia mí con ojo ardoroso y gesto agresivo. —Si no os gusta os vais a vuestro puto país. —¿Qué? — contesté inseguro de que me estuviese hablando a mí. —Déjale Paco. Ni siquiera hablan español. El tipo se pensaba que éramos guiris, e inspirado por la vanidad patriótica me lanzó un torpedo xenófobo que se perdió sin éxito en la laguna del asombro. —¿De qué hostias habla usted? — le contesté con dureza, pero sin caer en el tuteo. —Mientras estéis en España, oír, ver, y callar— replicó muy gallito, haciendo un gesto para levantarse. —Perdone caballero, soy español y digo lo que me da la real gana. Ya lo que me faltaba.— dije esforzándome por modular mi enfado. —Perdona chaval.— Pensé que eras extranjero. Otras 6 horas más de viajes y paramos en Valencia. Allí mi se quedó mi “amigo”, Paco mirando al autobús de lado, con el ojo bueno y fumando en el andén número 17. También paramos en Benidorm, Alicante y Santa Pola. La verdad que nunca había viajado por esta zona de España, pero juraría que el ocaso sobre el salar de Santa Pola es tan envolvente, y rojizo como en el salar de Uyuni. El viaje no se nos hizo muy largo, pero tuve tiempo suficiente para recapacitar sobre lo sucedido. No es mi intención hacer un juicio de valores sobre la xenofobia en España porque esto es un blog de viajes. Tan solo diré que Paquito era un gilipollas. Dicho esto, permíteme virar el barco hacia el mundo del viajero donde las aguas deberían ser menos peligrosas. Cuando uno llega a un nuevo país se abren las esclusas a una nueva cultura. Y en la primera página de la hoja de ruta debería estar escrito: respetaré sus costumbres, valores, religión y forma de entender la vida como la mía propia. Mal viajero vas a ser si vas por el mundo proclamando la superioridad de tu cultura y costumbres. Y aunque suene mal, a veces no hay más remedio que oír, ver y callar. Nos guste o no. Este bien o no. Recuerdo a un viajero inglés que amenazó a un local por dar un par de latigazos a un burro de carga. Al principio el campesino no podía entender cuál era el problema. Estaba confundido igual que yo con la reacción de Paco. Sucedió en un mercado de Yogyakarta (Indonesia) y pronto el inglés se vio rodeado de locales. Lejos de achicarse, el inglés insistió con sus ideas “colonialistas”. El tono de voz se elevó, y pronto llegaron los empujones y agarrones. Por suerte para el inglés, la policía llegó a tiempo, y evitaron que lo lincharan allí mismo, o que le diesen cien latigazos. La verdad es que hay dramas humanos en algunas culturas y religiones que son difíciles de digerir. Escenas en los que es más fácil mirar hacia otro lado porque el sufrimiento al desnudo humedece los ojos del que osa mirar. En estos casos no pido complacencia ni resignación, pero sí respeto y tacto. Fue en Rishikesh, de camino a mi clase de yoga. El rickshaw se detuvo para que alguien se apease. Allí al borde de la carretera, sobre un monolito, descansaba un hombre encorvado por el dolor y la pobreza. Por debajo de sus ropas deshilachadas, las aristas de su costillaje tensaban su piel oscura y reseca. Nos sonrió y sus pequeños ojos negros brillaron con amabilidad. Hizo un par de gestos y mostró su muleta ennegrecida cubierta de harapos. Para sorpresa del conductor, el paria estaba pidiendo permiso para montarse en el Rickshaw. Este le ignoró como si fuese un espíritu que nadie ve ni escucha. El hombrecillo siguió sonriendo a pesar de la indiferencia del conductor. En aquel momento me avergoncé de mi existencia pasiva, y de haber desayunado tres huevos duros y un pancake. Puse la mano en el hombro del conductor y me ofrecí a pagar las cinco rupias para que se montase el intocable. Mi acción fue inesperada, incomprensible. El taxista me miró como si la lepra estuviese royendo mi rostro. —No, no, no. — dijo agitando sus dos manos con fuerza. Hubiese sido inútil hablarle de derechos humanos o injusticias. Su actitud era tajante. Aquel día no fui a yoga porque me bajé del rickshaw, y di a aquel hombrecillo las 200 rupias, que llevaba para pagar la clase, y un paquete de galletas. Yo no tenía más para darle y sin embargo aquello era todo lo que el paria poseía. Bueno, eso y una sonrisa que equilibró la balanza de nuestro intercambio.Lo triste es que ya no hace falta irse a India para comprender semejante escena. Ahora durante el Covid estamos viendo las mismas reacciones inhumanas, hasta hace poco insólitas. Hay que asumir que todo el mundo es contagioso y mejor dejar que un anciano se ahogue, y que le dé un patatús a que respire sin máscara durante un minuto. Mi otra reflexión es que España está llena de lugares dignos de ser visitados y que no hace falta irse a Bali para ver atardeceres y beber cervezas de cuartillo.