Allí estaba Francisco de Quevedo meando junto a un árbol. No llevaba capa ni toledana sino el móvil en la mano. No era la calle del codo hacia donde dicen que solía arrastrarle la borrachera. Era la calle del espejo, bajando del teatro real, hacia la plaza San Gines. Igual su alma errante estaba perdida. Quizá buscaba unos churros. No era el siglo XVII, el dorado de España, sino el 1 de diciembre del 2021, el año oscuro del Ómicron. No tengo ninguna duda. Era Quevedo y estaba vaciando la vejiga. Al decirle buenos días me sonrió. No dijo nada. Todo el mundo sabe que los espíritus no hablan.
Un paseo por el Madrid literario y culinario
Elena, la recepcionista del hostal, nos pintarrajeó un mapa con todos los puntos de interés en la zona centro de Madrid. Nos habló de la churrería San Ginés fundada en 1894,y que fue mencionada en la obra «Luces de Bohemia» de Valle Inclán. Y por supuesto, allí nos tomamos unos churros y un chocolate bajo un calentador de butano y la protección de la parroquia de San Ginés, donde bautizaron a Quevedo. También nos tentó con el restaurante más antiguo del mundo, botín, del que ya hablaba Galdós en Fortunata y Jacinta.
En un momento Elena nos preparó un día completo de actividades aliñado con anécdotas del pasado. Y es que Elena no es escritora sino cuentista. Sus palabras, no las mías. Sin embargo, la anécdota que más que inspiró fue la de la calle del codo donde Francisco de Quevedo hacía de la suyas en el Madrid del siglo XVII.



¿Quién era Francisco de Quevedo?
Francisco de Quevedo fue un pícaro de la palabra. Un novelista cuyo mente lúcida e intensa personalidad brillaron con luz propia en aquella España del siglo XVII. Dicen que era un hombre de mal vivir, perseguido por las disputas y cuya fama en las tabernas equiparaba la de sus composiciones satíricas. Pero a pesar de sus juergas nocturnas le recordamos por sus sonetos y novelas como “el buscón”.
Dicen que era de muy buena cepa, y según él bebía es cosa para creer.
Extracto de el Buscón
Y es que sus escritos son imprescindibles para entender el siglo de oro de la literatura española. Su belicosidad intelectual, su toledana siempre dispuesta y pluma verbilocuaz le causaron muchos enemigos, encarcelamientos y exilios. Un hombre justamente odiado por muchos, pero “respetado” en secreto por todos. A tal extremo que sus coetáneos en un tribunal de justa venganza le proclamaron: “Maestro de errores, doctor en desvergüenzas, licenciado en bufonerías, bachiller en suciedades, catedrático de vicios y protodiablo entre los hombres.” Ese era en definitiva Quevedo, un transgresor de su tiempo cuyo alarde intelectual y verbo acerado proliferaron en aquel vergel de escritores. El Madrid del siglo XVII.

La taberna de la castellana
Para bueno o para malo, mi Madrid del siglo XVII es el que describió Pérez Reverte en su saga del capitán Alatriste. Pongámonos en situación e imaginemos a Quevedo en una de las muchas tabernas que nutrían el centro de Madrid. Una cualquiera.
La taberna de la Castellana estaba cerca del teatro de la cruz y era famosa entre las compañías de actores y escritores. Todas las noches bajo la luz tenue de las velas y el olor a fritanga se regaban con buen vino diversas gestas, sonetos y letrillas.
«Poderoso caballero es don dinero»
Quevedo presidía la taberna de pie encima de una mesa. Daba taconazos y gesticulaba para acallar los vítores y las risas del público. Tras varios gruñidos y algún juramento de Juana, la tabernera, se hizo el silencio y Quevedo continuó con su recitar:
Más valen en cualquier tierra (Mirad si es harto sagaz) Sus escudos en la paz Que rodelas en la guerra. Pues al natural destierra Y hace propio al forastero, Poderoso caballero Es don Dinero.
Quevedo sacó un par de monedas para lanzarlos al público con unos movimientos tan escénicos que los vítores se intensificaron. Arengado por el público hizo revolotear la capa y culminó con una elaborada reverencia. Tras brincar al suelo, alzó una copa de vino. Todos los allí presentes le imitaron en silencio.
—Poderoso caballero es don Dinero— volvió a recitar con gran reverencia teatral. Y después de asentir todos los allí presentes mojaron los labios al unísono.
.Juana se acercó a Quevedo y le rellenó la jarra de vino. Este dio un sorbo y se reclinó para echarle la mano al trasero.
—Ni se te ocurra o te doy un jarrazo. Hoy no, que estás tú muy gallito.
La Juana era una mujer enorme con cara aplanada como una bandeja y hombros tan anchos como una mesa. Quevedo cruzó los brazos en el pecho y frunció el ceño con un gesto infantil.
—Pues me voy, y no me des más vino que quiero aguantar sin mear hasta la calle del codo.
—Te cuidado Quevedo. La señora dolores está harta de limpiar tus orines. Ya te tiró un orinal y te rompió las lentes, pero he oído que te va a denunciar a la inquisición por mear en la cruz.
—Esa bruja asquerosa tiene más de cuervo que de señora. Pues allí voy ahora mismo. Dame más vino que le voy a regar hasta la santísima trinidad— y lanzó un cacho de queso a un gato negro, que detrás de un barril, se agazapaba a la espera de su presa.
La calle del codo donde meaba Quevedo
La noche era tibia y Quevedo avanzaba a trompicones por las calles encharcadas de agua y fango. Sus polainas estaban ennegrecidas y empapadas, pero se esforzaba por esquivar los riachuelos de inmundicias que flotaban en las calles sin empedrar. De algunas ventanas se escapaba destellos de luz y oleadas de humo sucio. Bajo los faroles apagados se escuchaban siseos de aceros colgando y en las esquinas se distinguían bultos a contraluz. Los maleantes de la noche olían las presas fáciles como lobos hambrientos, pero todo Madrid reconocía la cojera del corrosivo Quevedo. No era presa fácil y la fauna nocturna madrileña lo sabía. Se dirigía a la calle del codo con tan solo un pensamiento en la cabeza, ¡Dios, qué ganas de mear tenía!

Al entrar en la calle del codo se echó la mano a la cabeza al recordar el orinalazo de la Dolores. Se había quedado sin gafas. ¡Maldita bruja! Caminaba con pasos cortos, con sigilo, alerta como un zorrillo. Al doblar el codo de la calle y ver la puerta de la Dolores esbozó una sonrisa pícara.
No se mea donde hay cruces
Era una puerta de madera oscura sin barnizar con goznes oxidados que le daban un aire descuidado. En el medio de la puerta, debajo de la rejilla, se veía una cruz roja. Con una sonrisa apartó la capa y el sable para desabrocharse los botones torpemente. En el borde de la jamba se veían brotes de malas hierbas, y al vaciar la vejiga sobre ellas, no pudo evitar una sonora risotada. Los postigos de las ventanas del primer piso se abrieron con un golpe. Quevedo saltó a un lado sin tener tiempo para abrocharse los pantalones.
—¡Sinvergüenza!, No se mea donde hay cruces.
—No se pintan cruces donde se mea— contestó Quevedo burlón mientras hacía malabares para no perder el sable y los pantalones.
—Blasfemo. Vete al infierno.
—Lo que usted diga, bruja, pero voto a Dios que desde allí volveré todos los días a regarle el matojo. —Y echó a correr desapareciendo en la oscuridad de la calle hasta que las maldiciones de la Dolores sonaron lejanas. Al salir de la estrecha calle del codo había un gato negro panza arriba. Un grupo de cuervos le picoteaban las tripas. Quevedo giró el rostro con asco y sintió un mal presagio, como si miles de alfileres se le clavasen en la vejiga.
La eterna meada de Quevedo
Aquella noche después de hablar con Elena en el hostal no pude dejar de imaginar a Quevedo meando en cualquier esquina de la calle del codo. Estoy seguro de que me dormí con una sonrisa en la boca y con Quevedo en la mente. Al día siguiente salí del hostal a las siete de la mañana. Hacia un frio que pelaba, y lo digo yo que soy vasco. No había ni un alma por la calle y la luz del día empezaba a desafiar el brillo de la luna. Bajaba por la cuesta de la calle del espejo hacia la plaza de Isabel II cuando me percaté de un tipo arrimado a un árbol. Mi primer pensamiento fue que igual estaba mareado y había buscado apoyo en el arbolillo. Según me fui acercando vi que estaba meando mientras miraba el teléfono móvil. No se inmutó por mi presencia y al terminar se subió la bragueta para seguir calle abajo.
El fantasma de Quevedo
Llevaba los cuellos de una chaqueta de pana negra subidos hasta las orejas, y vestía los pantalones vaqueros bastante flojos a pesar de ser regordete. Un tipo normal si no fuese porque le renqueaba la pata derecha y que iba borracho un martes a las siete de la mañana. Yo caminaba detrás a un par de metros y los efluvios a vino agriado me hicieron acelerar el paso. El tipo venía de fiesta y llevaba una cogorza de tres pares. Me acordé de Quevedo y sus juergas nocturnas en el Madrid del siglo XVI, y justo en ese momento se dio la vuelta y nuestras miradas se cruzaron. Una mata de pelo rizado le caía sobre su pronunciada frente. No llevaba gafas ni Quevedos y sus ojos vidriosos mostraban un aire desafiante. La rigidez y el brillo de su bigote recordaba la dureza del acero. Era un tipo pequeño, pero al erguirse adoptó una postura digna a pesar de su gran borrachera. Aquel era el porte de un hombre que conoce su valía.
—Buenos días caballero— dije con voz indecisa como si hubiese visto un fantasma. Me sonrió y un destello de luz iluminó su rostro. Los primeros rayos de sol caían sobre Madrid. Se apartó para que yo continuase mi camino. Tan solo caminé unos metros, pero por mi mente se sucedieron mil pensamientos. Me di la vuelta para volver a observarle, pero ya no estaba allí. Se había esfumado como un espíritu. El espíritu perdido de Francisco de Quevedo y Villegas.