Le llamaban “new boots”. Un mochilero en Mcleod ganj


Al salir del aeropuerto de New Delhi entregué mi boleto de prepago a un tipo que rugía como un león. Era un tipo alto con barba larga, turbante oscuro y la cara llena de cicatrices. A su alrededor todos los taxistas gesticulaban y vociferaban reclamando su turno.

—¿New boots, sir? —me preguntó en un inglés difícil de entender
—Perdón.
—¿New boots, sir? —dijo señalando mis botas. Todos los taxistas sonrieron como hienas ante un festín.

Asentí sin demasiado entusiasmo. Eran las 5 de la mañana y no tenía demasiadas ganas de cuentos. Le di el boleto y me asignó un taxista a dedo.

Tres semanas haciendo yoga en Mcleod ganj

Laderas en Mcleod ganj

Esto fue en junio del 2008 y así empezaban mis tres semanas de Yoga en Mcleod ganj. Hacía casi diez años que no volvía pero aun recordaba las escarpadas laderas y montes nevados en el horizonte. Con el destino montañoso en la mente había comprado las mejores botas de alta montaña que encontré en High Street Kensington. Talla 47, caña alta, suela Vibrant, Gore tex reforzado y un color amarillo reluciente como el sol. Cuando las vi en las baldas supe que se venían a India conmigo.

Paseando por Nueva Delhi

La luz del sol de media tarde relumbraba en los rickshaws que invadían la carretera con sus constantes pitidos. El aire era espeso y cada bocanada de aire resultaba forzada. Caminaba desde el Main Bazaar hasta Connaught place. Tan solo eran dos kilómetros, pero el calor me estaba resultando insoportable y me tuve que remangar las mangas de la camisa. Aun así, quería andar. Me apetecía patear India, saludar a la gente y poder observar la ciudad a mi ritmo y no desde un rickshaw alocado. Los indios son muy curiosos y no me faltaron acompañantes durante mi paseo. Unos solos querían saber mi nacionalidad. Otros querían practicar inglés y los más querían una ayuda para sobrevivir. Lo curioso es que todos se acercaban a mi con las mismas palabras.

—¿New boots?
—Yes. Yes. New boots— contestaba yo con voz cansina.

Una vez bien, dos también, pero… me estaba cansando de aquellas botas y de que todo el mundo me preguntase por ellas. Además, me sudaban los pies y los calcetines de lana resbalaban dentro de las botas. Al llegar a Connaught place me crucé con otros mochileros y pronto me di cuenta de que todos llevaban chancletas. Aquello me dolía más que las ampollas que me estaban saliendo. “No, no estás haciendo el ridículo”. Me decía a mí mismo. Yo iba a Mcleod ganj y allí necesitaba botas de alta montaña. Claro que sí.

Aterdecer en Mcleod ganj

Un cafecito colombiano en Mcleod ganj

No note grandes cambios en Mcleod ganj aparte de varios “cafés internet” con aire moderno, café colombiano, frappuccinos y conexión muy lenta. El resto de las tiendas y restaurantes mantenían la esencia vetusta, el aroma calentito a momos, y las perpetuas sonrisas de los monjes disfrutando de un chai. El escenario en Dharamsala con la cordillera del Himalaya al fondo seguía siendo imponente a pesar de haberle salido, aquí y allá, varias antenas gigantes de telecomunicaciones de un rojo bastante chillón.
En Mcleod ganj es muy fácil sentir esa paz interior que te invade desde el chacra raíz hasta el tercer ojo. Meditación, yoga y enseñanzas budistas facilitan una relajación facial que provoca una sonrisa constante en el rostro. Sin embargo, yo no estaba feliz. Todo el mundo iba en chancletas menos yo. Y todo el mundo seguía utilizando la misma carta de presentación al entablar conversación conmigo.

—¿New boots?

Aquello se estaba convirtiendo en una pesadilla. Y tengo que admitir que tan solo una vez sentí que mis ampollas merecían la pena. En el albergue había un grupo de mochileros alemanes y uno de ellos iba con muletas. Me contaron que había metido el pie en un socavón y había acabado en el hospital con el tobillo roto.  Eso no me iba a pasar a mí. No con aquellas botas.

Una clase de yoga en Mcleod ganj

El profesor de yoga corría de aquí para allá colocándonos en Sirsasana. A mí me había ayudado el primero y ya llevaba más de diez minutos cabeza abajo. Me temblaban los hombros y empecé a sentir que la sangre me ardía en la cara. No podía más. Salí de la posición y me quedé agazapado para dejar que la sangre retornase a las venas. Desde el otro lado de la habitación el profesor lanzó un grito:

—New boots. Why resting?

Aquello se me clavó como un puñal en el corazón. No respondí. Me quedé encogido en posición de descanso jurando en cristiano, en hebreo y arameo. Desde cuando mi apodo era “new boots”. ¿Quién más me llamaba “new boots”? No sé si fue la sangre que retornaba a mis venas, con la eficacia de un reloj de arena, o el ridículo que sentía, pero en aquel momento un picor acalorado invadió todo mi cuerpo.  Prefería andar sobre brasas descalzo que ponerme aquellas botas otra vez. Tenía que deshacerme de las malditas botas.

Unas chanclas del 47 en el mercado de Mcleod ganj

Salí de la clase de yoga determinado a comprar unas chanclas o zapatillas. Al llegar al mercado el olor a incienso mezclado con el aire puro de las montañas me hizo sentir bien.

Los vendedores de mantas de lana extienden sus productos a la vista y dan un color muy vistoso al mercado. También abundan las tiendas de joyería que venden abalorios multicolores, colgantes de dioses con mil brazos, cuentas religiosas y “sonajeros” que giran mientras recitas: “om mani padme hum”. Encontré un par de tiendas donde vendían calzado y sin perder tiempo varios ociosos vinieron a venerar mis “new boots”. Aun así, no tuve suerte. En todas las tiendas me dijeron lo mismo: encontrar calzado de la talla 47 era imposible. Volví al hostal agotado, pero con un plan B en el bolsillo. Había comprado Super Glue para pegar las chanclas de ducha que estaban rotas. Una gota aquí y otra allá y todo solucionado. Pero tan pronto salí a la calle se rompieron y tuve que volver a ponerme las botas.

Un baño de barro y agua fría

Aquella noche había llovido y el sol se ocultaba tras una fila de nubes negras. Hacía frío y me envolví con una manta de Yak que compré el día anterior en el mercado. La vegetación en los bordes de la carretera brillaba con un verde intenso salpicado por el roció mañanero. Había barro y charcos que obligaban a los peatones a dar brincos peligrosos para no mojarse los pies. Y en aquel momento, en aquel barrizal se me ocurrió la solución. Me metí en todos los charcos que vi y restregué las botas en el barro y la hierba. El brillo amarillo de las botas se volvió oscuro con tonos verdosos. Ya nadie podía decir que aquellas botas eran nuevas. Llegué al restaurante caminando a grandes zancadas, pletórico y saludando con una reverencia a todos los monjes que se cruzaron en mi camino.

monje budista en Mcleod ganj

Nunca había estado en aquel restaurante y me senté en el fondo junto a una barandilla con vistas a la montaña. Recordé que un chaval argentino me había recomendado los momos vegetales de aquel sitio. Busqué al camarero con la mirada y le hice un gesto para que trajese el menú. Este cogió un folio plastificado y vino hasta mi mesa.

¿Big boots, sir?

javier

Ingeniero sin patria, escritor y aventurero. Temple de acero, rectitud de espada.

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