Pánico en la mina de plata


¡Maldita mina! Yo ya no podía más. Llevábamos casi dos horas estrujados por aquel submundo, caminando encogidos, descendiendo peldaños torcidos y escaleras cojas, pisoteando manchas viscosas y observando con piedad a las sombras que allí trabajaban. Una experiencia tortuosa por la que habíamos pagado 30 dólares.  Por fin, llegamos a una pequeña antesala en la que los cuatro podíamos estar erectos como seres humanos. La suciedad y el barro ya no nos molestaba. La inglesa tiró la mochila al suelo para apoyarse en la pared y la viejilla japonesa sacudió la cantimplora con desesperación. Emilio, el guía boliviano, le ofreció de su agua. Yo levanté los brazos y me estiré hasta rasgar el techo con las uñas.  Mi frontal iluminó el techo del que colgaba una estatua litúrgica de color rojo sangre. Un demonio que nos sonreía cubierto de perlas y aros brillantes que revelaba un culto tan ancestral como tétrico. Y es que en los alrededores del infierno los ángeles de la guarda no visten de blanco, sino que tienen cuernos, bigotillo negro y fuman puros.  Emilio se apartó la mascarilla de la boca para contarnos que aquella era la antesala de la galería del diablo.

Estábamos cerca del punto más remoto de la mina de plata, pero yo ya no sentía deseo alguno de continuar con aquel tour. De repente se oyó una explosión que perturbó la dureza del silencio y del susto la viejilla derramó la única agua que nos quedaba. La costra del techo nos ungió con un sirimiri de polvo brillante y plateado.

—Están dinamitando en los pisos superiores. No se preocupen —dijo Emilio

—¿Qué dices? —pregunté.

—No suelen empezar hasta las dos de la tarde, pero hoy por algún motivo se habrán adelantado. No es la primera vez que pasa. Aunque será mejor que esperemos aquí hasta que cesen las explosiones.

—¿Cuánto tiempo? —medio sollocé como un niño asustado.

—Un par de horas. No se preocupen.

—¿Whaaat? —dijo la inglesa que se enteraba de lo justo.

Nos sentamos donde pudimos, pero yo un poco receloso, me aseguré de estar lo más lejos posible del ángel de la guarda que nos miraba con ojos viciosos y dilatados. Emilio se sentó debajo de él para recontar las viandas. Entre los cuatro teníamos una botella de alcohol de 99 grados, de ese que beben los mineros para limpiarse los pulmones, una bolsa de hojas de coca, un Kit Kat y el puro del angelito. Emilio nos dijo que apagásemos los frontales para no malgastar las baterías. Eché una última mirada desconfiada al diablillo y me santigüé antes de quedarme inmóvil y en oración. La oscuridad envolvió la antesala del diablo.

La densidad del aire pesaba en mis pulmones y mi corazón latía a trompicones como el Citroën dos caballos del cura cuando subía las cuestas de Aretxabaleta. ¡Boom! Una nueva explosión y sentí como me temblaba el costillar. Otra cortinilla de polvo abrasó mi rostro. Quise llorar, pero el calor impedía que mis lágrimas cuajaran. Emilio repartió hojas de coca para calmar los nervios —no se preocupen—. Masqué las hojas torpemente hasta que se me entumecieron los dientes.

—Vaca. Si de aquí no salgo, quiero reencarnarme en vaca, y rumiar bajo el sol por las laderas de Irati— le dije a Emilio.

La oscuridad empezaba a ser monótona cuando una nueva explosión hizo que el suelo temblara con más violencia esta vez. Un olor hediondo impregnó la antesala. Una compleja mezcla de azufre, pólvora y gases contaminados que sólo pueden emanar de las entrañas de la tierra…

—Sorry. That was me— dijo la inglesa.

—¡La madre que la parió! —pensé. Aquel ambiente sofocante y envenenado nos roía los pulmones. Estábamos atrapados. Sentí una flema de polvo endurecido que me pinchaba la garganta y a falta de agua…

—Emilio dame un poco de ese alcohol—. Al olfatearlo solté un gruñido. Con eso me curaba las rodillas mi abuela. Le di un sorbo y estuve tosiendo hasta que me dolieron las cuencas de los ojos. Estaba agotado. Agaché la cabeza y en aquella oscuridad infinita visioné un mar tranquilo, horizontal, sin olas. ¡Boom! Se produjo otra explosión. El temblor fue tan brutal que el techo crujió. Oímos un golpe seco y Emilio soltó un débil gemido. Encendí la luz del frontal y allí yacía Emilio sin sentido aplastado por el diablillo. Posiblemente, la coca o el alcohol o aquella visión habían hecho mella en mi espíritu, pero juro que aquel condenado cornudo sonreía pícaramente y me guiñó el ojo. Me santigüé por segunda vez en dos horas.

—Estoy bien solo es una contusión. No se preocupen. —Un hilito de sangre corría por su frente y se volvió a desmayar. Sentí que la desesperación rasgaba mi corazón. ¡Me iba a convertir en vaca! Intente tranquilizarme, —¿Quién quiere un Kit Kat?

—¡Help!, ¡Help!

javier

Ingeniero sin patria, escritor y aventurero. Temple de acero, rectitud de espada.

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