Viajando a través de los siglos


El otro día atendí a una conferencia sobre espiritualidad organizada por Pancaya. En una de las charlas, Mary Lee LaBay  hablaba de cómo las terapias regresivas pueden ayudarnos a superar bloqueos, adicciones, enfermedades y traumas que nos puedan estar afectando. Parece ser que algunas de estas aflicciones están enquistadas en nuestro inconsciente y son el resultado de acciones que cometimos o circunstancias que sufrimos en vidas anteriores.  La verdad no sabía que esto era posible o que había gente que se dedicaba a ello, pero me pareció tan fascinante como inspirador. Bajo la tutela de Mary Lee LaBay cerré los ojos con una sonrisa y tras una simple meditación me dispuse para el viaje más inesperado de toda mi vida.

A partir de ahí, Mary Lee LaBay te conduce con destreza hacia un mundo de exploración personal. Las imágenes se suceden, las emociones nos envuelven y despreciamos el consciente. Nuestra parte intuitiva y emocional nos guía por este mundo intemporal donde somos el eterno centro y donde vibramos con fuerza. ¡Alucinante! Nunca lo habría dicho, pero realmente quiero aprender más sobre regresiones de vidas pasadas. Supongo que esta semana solo he puesto los pies en la orilla y he chapoteado como un niño en pañales bajo la supervisión de un adulto. Pero quiero nadar, quiero bucear y surfear en las olas del pasado y del presente. Vi un número infinito de puertas, pero tan solo me adentre en unas cuantas. Aquí os dejo pequeños bocetos de lo que encontré.  

«A través de los siglos, entre la pompa y la fatiga de guerra, he batallado, me he esforzado y he perecido innumerables veces, como a través de un vaso de cristal veo la eterna contienda donde he luchado bajo muchos nombres y aspectos, pero siempre era yo»

General George S. Patton

Batalla del bosque de Teutoburgo, septiembre del año 9

Marco Aurelio escudriñó las sombras entre los árboles y apretó los dientes con dureza. Una cortina de lluvia distorsionaba el estandarte de la centuria y sintió un escalofrío. «¡Esos bribones deben andar cerca!» El instinto le hizo tirar de las riendas del caballo y levantó el brazo. Los legionarios clavaron las rodillas en el barro a la vez que levantaban los escudos para proteger la formación. Un viento helado penetraba las armaduras y tan solo el repicar de la lluvia en los cascos rompía el silencio. De repente, un grito salvaje se escuchó entre la maleza y una avalancha de germanos cayó sobre la centuria con la fuerza de un huracán, golpeando, saltando y destrozando las filas romanas. Marco Aurelio empuñó su espada larga y le bastó un golpe para decapitar a uno de los bárbaros. Esquivó como pudo la embestida de un gigante que ondeaba un hacha y con un aullido le resquebrajó el cráneo. El impacto fue tan brutal que le hizo caer del caballo. Intento levantarse, pero sintió una punzada que le atravesó la pierna y se desplomó con un alarido. Se revolvió en el lodo como un felino y con un movimiento feroz atravesó a un lancero germano. La sangre dejaba el barro brillante y resbaladizo. Con gran esfuerzo consiguió ponerse en pie para lanzarse contra un bárbaro que derribó de una cuchillada. Se oían gritos y lamentos, pero el fragor de la batalla había cesado, y Marco Aurelio que sangraba y cojeaba como una bestia herida comprendió que era el último romano en pie. Conocía las leyes de la guerra. Los germanos no hacían prisioneros. Sería torturado y desmembrado hasta la muerte.  Cerró los ojos e inspiró. «Roma Víctor» y su espada atravesó la armadura.

Batalla de Teutoburgo. Regresión de vidas pasadas

Batalla de Trafalgar, el 21 de octubre de 1805

Las veinte piezas de estribor vomitaron sus proyectiles y una andanada mortal arrasó la cubierta del navío español.  Benito Pérez recibió un astillazo en la cabeza y un hilillo de sangre humedeció sus labios. Escupió con desprecio. «¡Apartad los muertos!… ¡más pólvora!… ¡fuego!» Los hombres obedecían sus órdenes y se afanaban en servir los cañones. Una nueva oleada de metralla y Benito Pérez cayó con las dos piernas hechas jirones. Su cuerpo mutilado se rebelaba contra el dolor y su espíritu se mantenía ardiente. Un marinero yacía muerto en el suelo y se arrastró para arrancarle el botafuego de las manos. «¡fuego!» acercó la mecha y el cañón retumbó por última vez.

Batalla de Trafalgar. Regresión de vidas pasadas

Batalla de Waterloo, 18 de junio de 1815

El retumbar metálico de la metralla acallaba la voz del teniente Patrick O’Sullivan que vociferaba enloquecido.

—¡Mantened la calma¡, ¡seguid adelante!

Había cadáveres desparramados por todo el campo de batalla y una oleada de humo negruzco cubría el cielo. El olor a sangre y pólvora hacía que el aire fuese imposible de respirar. Las descargas de los cañones franceses estaban destrozando la infantería británica que avanzaba al ritmo de los tambores.

—¡Fuego! —gritaron los oficiales de artillería.

El impacto hizo mella en la primera línea del cuadro británico y muchos hombres cayeron inertes sobre la hierba. O’Sullivan no pudo evitar soltar un quejido y sintió cómo la manga se le teñía de sangre. Un tic le sacudió el rostro y dirigió su mirada al alto de la colina donde un águila dorada era enarbolada con orgullo. «¡Canallas insolentes!» O‘Sullivan estaba decidido a captúrala.

—¡Cubrid los huecos! ¡Venga! ¡Moveos!

Waterloo. Regresión de vidas pasadas

La formación británica se recomponía a una velocidad extraordinaria. Eran hombres curtidos en cien batallas y O’Sullivan sabía que obedecerían sus órdenes. Las baterías francesas soltaron otra descarga, pero esta vez las bolas de hierro les pasaron por encima. No había tiempo que perder y enfilaron las bayonetas. Se lanzaron como diablos contra la infantería francesa que les estaba esperando alineada en una columna de cinco filas. Los mosquetes franceses rugieron una y otra vez y las columnas vociferaron su grito de guerra: «Vive l’Empereur!» Los británicos sufrieron muchas bajas, pero fue imposible frenar su avance. O’Sullivan desenvainó su espada que acabó clavada en la garganta de un casaca roja. Un enorme oficial francés cayó sobre él y le golpeó con la empuñadura de la espada en los dientes. O’Sullivan aturdido desenfundó la pistola para acto seguido partirle el corazón.  Las bayonetas británicas acuchillaban y giraban con gran destreza, pero la hasta entonces invicta infantería francesa estaba muy avezada en el combate cuerpo a cuerpo y no se amedrentaban. El águila dorada, el orgullo del imperio seguía mostrando sus brillantes garras entre las nubes de pólvora. O’Sullivan se sintió como poseído mientras la miraba y con una mueca ensangrentada acometió una acción suicida. El águila estaba fuertemente protegida por la guardia imperial y O’Sullivan arremetió contra ellos. Los fusileros irlandeses del 38.º le siguieron en su ataque frontal. «¡Dios salve Irlanda!» La ladera no era muy empinada y avanzaron a la carrera para no dar tiempo a los fusileros franceses a recargar sus rifles.

—¡Corred!, ¡Adelante!, ¡Corred!

O’Sullivan insultó a un guardia imperial mientras le rajaba el cuello y se tiró al suelo para esquivar a otro que estuvo a punto de acuchillarle por la espalda, pero no pudo evitar que el sable le atravesase la pierna. O’Sullivan rugió de dolor mientras se daba la vuelta y le rajaba el vientre. Intentó levantarse, pero al cederle la pierna se desplomó sin sentido. Los hombres aullaban enloquecidos como perros tras la presa y las tropas de elite francesa ante tal empuje empezaron a retroceder. La gran batalla no había sido perdida aun, pero el símbolo de la Francia imperial, el águila dorada que habían jurado defender con sus vidas había sido humillada.

Cuando el teniente Patrick O’Sullivan recobró el sentido el águila imperial había desapareció de la colina y en su lugar ondeaba el estandarte del 38.º. Le escocían los ojos y se limpió la sangre y las lágrimas con el puño de la casaca.

javier

Ingeniero sin patria, escritor y aventurero. Temple de acero, rectitud de espada.

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